Los barros de mi padre...
Sí señor. Luis Porcuna Jurado. Ese hombre era mi padre, el que me enseñó a vivir de otra manera, a ver la vida desde otro ángulo y a saber que existe un alimento inmaterial que cuelga del aire y te reconforta el alma, y no precisamente el alma de cántaro esa expresión del castellano antiguo que bien describió Miguel de Cervantes cuando, en el capítulo 31 de la segunda parte del Quijote dice: “Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el cerebro que sois caballero andante?”.
Aquellas enseñanzas de mi padre, por el contrario, hicieron despertar mi ingenuidad y creer, como sigo creyendo firmemente, que al alma hay que alimentarla.
Mi padre no fue un coleccionista de los que buscan piezas por rastros, mercadillos o subastas. De hecho, pienso que ni siquiera fue “coleccionista” de piezas de barro. Era algo más sencillo: tan sólo le gustaba rescatar objetos de barro que habían dejado de ser útiles y los guardaba.
Mi padre nunca vio una tinaja como una “pieza de colección”; él veía en ellas una obra artesana, hecha por manos humildes con el único interés de que fuera perfecta para cumplir su función: almacenar agua, aceite, vino, aguardiente o quizás cereales.
A veces sorprendía a mi padre en el fondo de la casa de mis abuelos maternos, en la cuadra vacía usada como almacén, mirando los cantaros que mi tío Eduardo Chavarría, el aguaó, había paseado desde la Fuente Nueva a El Carmen, a venderle agua a los frailes, cuando me sentaba a su lado, silencioso, como queriendo entrar en su pensamiento, mi padre rompía el hechizo con alguna pregunta inesperada para después darme la respuesta.
Recuerdo cuando me explicó por qué se llamaban cantaros “boquinos” y porqué era la boca lo que, con frecuencia, más rotos presentaba. Con la mesura que lo caracterizaba, me describía el jaleo que se formaba en las fuentes para llenar los cantaros, que el chorro no quedaba un momento sin una boca que llenar y que en ese trajín de correr, traer y llevar, las bocas chocaban con los duros caños de bronce o de piedra y que de los golpes, el labio se partía o se quebraba, y que mi abuelos los guardaban, esperando que los gitanos vinieran por las calles, voceando su pregón: , “Se lañan tinajas, lebrillos, cantaroooooos“ y con varillas de paraguas cosieran el barro para que volviera a su rutina.
Otro día, en la casa de vecinos donde él vivió, en el corral grande al que se llegaba después de pasar por otros más pequeños, había varias pilas de lavar y las vecinas lo saludaban con cariño mientras llevaban las restregaderas de barro en la cintura y en la mano la canasta con la ropa sucia. Todas hablaban de lo alto y grande que yo estaba y recuerdo que me dijo, quizás para excusar la visita al corral: “¿Luis, tu sabes lavar?”
Creo que ese día me hizo sentir algo que nunca olvidaré, al animarme a acariciar el barro desgastado por el roce de la ropa, las manos y el jabón, a sentir el uso, a mirar a los ojos algo que no tiene ojos y a cerrar los míos. A sentir el alma de las cosas. Esa imagen me brota en el recuerdo cuando relleno fichas que acostumbro a catalogar de los cántaros o tinajas y leo sus partes que son como sus órganos vitales: boca, labio, cuello, orejas, hombros, panza, pie. Entonces, con una sonrisa, acordándome de mi padre, continúo yo diciendo: y ojos, ojos a los que mirar.
De este modo fui entendiendo y comprendiendo cómo mirar y llegar al corazón de una pieza que ha pasado, digamos, a un descanso transitorio y que siempre está ahí preparada y dispuesta a volver a ser usada para el fin con el que fue creada. Así empezó esta locura, sin saberlo; este veneno que me hace buscar por mercadillos y subastas; esta espiral que me transporta a tiempos que no viví pero que, gracias a mi padre, puedo imaginar con sólo palpar y acariciar los hombros de una tinaja.
Porque necesito tocar y sentir el barro en mis manos. Fue fácil, una vez que murió mi padre, seguir imaginando ese lento girar del torno y esas manos grandes y arrugadas, llenas de barro, modelando y subiendo la pieza hasta la boca para, después, pegarle las asas y decorarla con un palillo, trazando unas flores, incisas en el barro y ponerlas en el patio a orear para meterlas luego en el horno.
Y fue fácil porque lo aprendí con él, con mi padre, cuando, siendo niño, me llevaba a la cantarería de los Bueno, en la calle Capitán, a comprar alguna orza para aliñar aceitunas o alcaparrones, igual que es fácil recordar y oír ese azote que daba el alfarero con su mano curtida en la panza de la orza para asegurarse, tras el golpe seco, de que no estaba quebrada.
Fue fácil seguir guardando, junto a sus piezas en el almacén, algún atanor o caño de tuberías que iban cruzándose en mi camino, fue fácil aprender a andar entre los, cada más numerosos, cacharros, sin hacerlos caer. Lo único difícil, muy difícil, fue hacerlo sin él.
Hoy, por supuesto, Luis Porcuna Jurado, mi padre, casi tres décadas después de su partida, aún sigue formando equipo conmigo y mis hermanos en el afán de recuperar esos humildes enseres populares que un día formaron parte de la vida de nuestros antepasados y que sigo buscando, tal y como él hizo, para dejarlas descansar en un lugar seguro y confortable, con el afán de que nuestros descendientes puedan entender que, no hace muchos años eran parte viva del hogar. Útiles con alma.
– Luis Porcuna Chavarría